martes, 27 de agosto de 2013

LECCIÓN NÚMERO 1: Fíate de los golpes de suerte...

...sobre todo cuando los necesitas.


 Marina agarró su bolsa, algo mareada. Había viajado en avión pocas veces en su vida, y no estaba acostumbrada a los cambios de presión. Además, se había dormido durante el viaje, y había tenido una pesadilla llena de oscuridad, voces procedentes de todos lados y la imagen de sus padres intentando abrir las puertas del coche. Sacudió la cabeza, esperando a que la pareja que ocupaba los asientos de su derecha decidiese levantarse.
 Se despidió de las azafatas con una sonrisa y respiró profundamente.El daño ya estaba hecho, ya no podía arrepentirse y volver atrás; básicamente porque no tenía el dinero suficiente para hacerlo. Así que no le quedaba otro remedio que avanzar hacia las puertas que la separaban de su incierto destino.
 Se unió a la ola de pasajeros de aviones distintos, que llegaban a la vez desde diferentes puntas del planeta. Miró a su alrededor, confusa, y decidió seguir a una chica que parecía tener su misma edad, y que manejaba su pequeña maleta de mano con decisión, esquivando con inaudibles "excuse me" a los confundidos turistas. Recordaba haberla visto al embarcar, hacía ya horas. Lo más probable es que fuese de fiar.
 Caminó tras ella, intentando no tropezarse con las maletas de las demás personas que se interponían en su camino.
 Y, mientras tanto, lanzaba miradas de soslayo a su salvadora, que no se imaginaba que la estaba siguiendo.
 ¿Qué haría esa chica allí?
 ¿A qué habría venido? ¿Por qué sola?
 ¿Vendría a cumplir alguna clase de sueño, como caminar por las calles de Londres un viernes de madrugada sin más compañía de su sombra?
 De ser así, ¿llegaría la ciudad a sus expectativas?
 -Joder.- susurró Marina, a un volumen prácticamente inaudible.
 ¿Por qué siempre pensaba cosas tan raras? Tendría que haber hecho caso a sus padres y haber acudido al psicólogo con más regularidad.
 Aceleró el paso, temiendo perder a la chica mientras iba sumida en sus desquiciados pensamientos. Y no podía hacerlo; lo más probable es que, si eso pasase, no sabría cómo salir de aquel laberinto de terminales.
 Suspiró de alivio al ver que se paraba en la cinta del equipaje, esperando por su maleta. La alcanzó, colocándose a su lado. Pocos metros las separaban, así que se dedicó a observarla por medio de vistazos furtivos, mientras esperaba a que su minúscula bolsa de viaje apareciese.
 Su guía desde que había bajado del avión era alta, bastante más alta que ella, que nunca se había acomplejado por su estatura. Tenía el pelo liso y negro como el carbón, y se sujetaba el flequillo de lado con horquillas. Sus ojos eran castaño claros, era pálida con pecas cubriendo la mayor parte de sus mejillas y nariz, y sus labios eran finos. Vestía una larga gabardina atada en la cintura, lo que dejaba adivinar su delgadez.
 Marina volvió de nuevo a su rostro.
 Apostaba por Paula, Alicia o Alba, aunque también se le venía a la cabeza Nerea por alguna extraña razón.
 En mitad de su análisis facial, la chica se giró, pillando a Marina, que dio un respingo. Al contrario de lo que podría haber ocurrido, como una mueca o incluso un gesto obsceno por su parte, le sonrió, acercándose hasta ella mientras agitaba la mano.
 -Hola.- saludó la recién llegada, lanzando miradas furtivas hacia la cinta del equipaje, temiendo que el suyo pasase sin que se diese cuenta.-De España, me imagino.
 -Galicia, para ser más exactos.
 -Me lo imaginaba por tu acento, aunque debo decir que no tienes demasiado.
 -Es algo que siempre me dicen.- Marina le tendió la mano, a lo que la chica contestó estrechándosela.- Marina. Un placer.
 -Yo soy Lucía, lo mismo digo. Vengo de Valladolid.
 -¿Sabes nadar?
 La chica sonrió, lo cual sorprendió a Marina. La mayoría de la gente reaccionaba poniéndose nerviosa ante ese tipo de preguntas que ella solía hacer, las cuales, para la mayor parte de la humanidad, carecían de sentido y coherencia. No es que lo sintiese ni intentase reprimirlas, ese no era su estilo. Pero era agradable encontrar a una persona que contestase sin más, que incluso las encontrase divertidas.
 -Hay algo que se llaman piscinas, pero digamos que el mar no me atrae especialmente.
 -Sitio adecuado para venir, debo decir. Y juzgando tu maleta, sospecho que no es sólo turismo.
 Lucía asintió, bajando con cuidado su enorme maleta color coral.
 -Pues no, vengo a instalarme. Me quedo a vivir un año.
 -Vaya, que coincidencia. Rectifico, coincidencias. Esta es mi maleta, y yo también vengo a vivir.
 Lucía abrió la boca, sorprendida.
 -No me digas. ¿Dónde está tu piso? Quizás seamos vecinas y todo.
 Marina se encogió de hombros, rascándose la cabeza.
 -Ya, esto... No tengo piso.
 -Oh, ¿te quedas en un hotel? ¿Tienes parientes aquí?
 -No, y no.
 -¿Y dónde vas a pasar la noche?
 Marina sonrió, observando con ilusión como su acompañante la miraba preocupada.
 -Pues no lo sé.
 Lucía negó con la cabeza, rebuscando en su bolso hasta encontrar unos papeles, que sacó y le enseñó.
 -Pues ahora ya lo sabes. Vamos, cogeremos un taxi.
 Marina carraspeó, confundida. La chica la miró, ya metros más adelante, con los brazos cruzados.
 -¿A qué esperas?
 -¿En serio vas a dejar que me quede en tu casa?
 -Evidentemente, no.- Lucía caminó hasta ella y la cogió del brazo, arrastrándola.- Voy a convertirte en mi compañera de piso.

 -A Camden Town, por favor.- le indicó al taxista, en un perfecto acento inglés. Marina no podía dejar de observarla; parecía tan segura, tan decidida, como si hubiese estado haciendo ese tipo de cosas toda la vida.
 -Ahora que ya estamos en el taxi.- susurró.- ¿Qué es eso de tu compañera de piso?
 -A ver... Vengo aquí porque me han dado un trabajo como empleada en una de las sucursales de Zara.- comenzó Lucía, recostándose en el asiento.- Así que la empresa me proporcionó un piso, y todo eso. Pero es bastante dinero, y sobra una habitación que no quiero para nada, con lo que tenía pensado buscar una compañera, para ganar un dinero extra. Y de pronto apareciste tú, caída del cielo, lo que me ahorra todas las entrevistas con gente extraña con la que no quiero compartir casa.
 -¿Y si resulto ser extraña?
 -Eres extraña, pero no en el sentido de asustarme. Lo soportaré.
 -Espero poder negociar el alquiler, porque no tengo trabajo...
 -¿No tienes...? ¿Viniste sin nada?
 -Aha.- Marina rió, observando como Lucía sacudía la cabeza, confundida.
 -Vaya. Bueno, serían ciento cincuenta libras al mes, pero puedes comenzar a pagármelas en cuanto encuentres un trabajo. Sin prisas, no es que necesite urgentemente el... Pero bueno, tampoco te me tires seis meses rascándote la barriga, yo...
 -Lo he entendido.- Marina asintió.- Gracias, de verdad.
 -No me las des. Y pienso hacerte un tercer grado algún día de estos sobre cómo fue lo de venirte a un país extranjero sin nada más que una cutre bolsa de viaje.
 -Te lo contestaré, prometido.
 Lucía rió, y Marina apoyó la cabeza en la ventanilla, observando la ciudad.
 Parecía que las cosas, por una vez en su vida, se calmaban.

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